28 de agosto de 2010

Esos abracitos

Hay un pequeño ser que tiene conquistado mi maltrecho corazón. Últimamente cuando le miro, parece que estuviera viéndome en uno de aquellos vídeos en formato super-8 donde quedaron grabados lejanos momentos de mi infancia. Su recibimiento al verme es siempre con una simpática y sentida sonrisa, imposibilitando en ese momento cualquier tristeza que uno pueda albergar... Me cuentan ademas que cuando pasa en su cochecito por la puerta del edificio donde vivo, ve o escucha algo relacionado conmigo, él que apenas balbucea unas pocas palabras de momento, dice un gracioso “tste-te tste-te” mientras refrota sus gorditos dedos por alguna enigmática razón.

Hace pocos días estuve jugando con él a las afueras de la ciudad. Era muy curioso verle tan pequeñín plantado a un lado de una pista, observando todo serio el partido de unos adolescentes que andaban por allí. Supongo que eso de observar también está en los genes... De repente con ese bamboleo de pañal tan gracioso, se echaba a correr sin soltarse de su inseparable pelota, entremezclándose con ellos y queriendo jugar como uno más. Porque entre su inconsciencia e intrépido temperamento, todo lo que le rodea es ahora un gran y continuo juego...

Cuando a su padre se le ocurrió encaramarlo a la parte alta de un tobogán del que recelaban sus otros congéneres, algo especial estaba a punto de suceder. Sin pensárselo dos veces, y con la sonrisa que acompaña la excitación de las nuevas sensaciones, no dudó un instante en impulsarse y dejarse caer sin ninguna ayuda. Era divertido verlo disfrutar tanto en su gran aventura. Para mi sorpresa cuando llegaba al final de cada descenso donde yo le esperaba, decidió abrazarme con una ternura difícil de describir. Y así nos quedábamos los dos unos segundo con cada salto; él recuperando la tranquilidad hasta que decidía encaminarse de nuevo a la escalerilla, yo lleno de felicidad con su cuerpecito entre mis brazos, ese olor de bebe tan dulce y sintiendo su respiración agitada con su cabecita apoyada en mi cuello... sintiéndome un poco más lleno de vida gracias a él.

4 de agosto de 2010

Aprender a desaprender

Estudiando en la universidad, recuerdo haberme encontrado con este concepto por primera vez entre tantos otros. Fue de aquellos que releí varias veces en el texto y pensé durante algún rato. Quien sabe qué oportunidad perdí en aquel instante. Como con otras cosas, pese al interés creo que no comprendí en ese momento la transcendencia que tal idea puede llegar a tener, incluso después de trabajar posteriormente con sus posibilidades.

En estos días, una de las personas que me ayuda a sanear mi ser, me ha contado ese descubrimiento que es ahora mí propia “mochila”; esa que todos llevamos a nuestras espaldas y en la que de forma a veces consciente, muchas otras veces no, vamos introduciendo a lo largo de los años toda serie de aprendizajes, hábitos y reacciones diversas. Ya se sabe; la familia, el entorno, nuestras propias experiencias vitales... Es difícil llegar a saber cuando algo pasa a estar dentro de ella, pero de tanto llevarla a nuestras espaldas, terminamos en muchos casos por dejar de prestarla atención. Va ahí, para bien y para mal, siempre con nosotros.

Un día, tras algún suceso normalmente doloroso, nos damos cuenta que es necesario parar y revisar todos sus bolsillos. Es como si nos extrañáramos de repente con su peso y su molesta presencia. Dejas por un tiempo de utilizar sus “objetos” sin apenas pensar, como tantas otras veces hiciste, y te paras a observar con detenimiento lo que ella contiene. Te preguntas entonces cómo habrán llegado hasta allí algunas de esas “cosas”, al tiempo que cuestionas si te hace bien recorrer camino con ellas a cuestas. Afortunadamente escarbando también aparecen elementos valiosos, ocultos y olvidados en el fondo de nuestro equipaje; son aquellos que fuiste dejando de usar y ya no encontrabas fácilmente.

Yo he localizado en estos días algunas cosas en mi mochila de las que quiero desprenderme. Prescindir de ellas por el daño y el peso inútil al que me someten. De algunos de esos trastos ya me habían intentado hablar en otras ocasiones desde el cariño, solo que al abrir la cremallera de mi mochila pronto encontraba aquel antifaz oscuro e inmovilizante o los tapones colocados en mis oídos...

Aprender a desamprender; desechar todo lo que no valga más que para amargarte y hacer infeliz a quien te acompaña. Volver a enfocar la vida de otra manera; de la otra manera posible con lo que esa mochila también contiene y todo lo que puede llegar a tener. Ese es el reto por conseguir.