Entre vidas anónimas, instantes antes me di cuenta de que iba a cruzarme con mi futuro interlocutor. Hubo, lo reconozco, ese impulso seminstintivo y raro de no tener ganas de saludar. Tal vez fui lento de reflejos, o quizá simplemente es que en realidad tampoco me disgustaba la idea.
- “Hola ¿cómo estás?” me dijo algo titubeante.
- “Pues más o menos” respondí yo.
Es curiosa la buena dosis de extrañeza e incomodidad, que suele generar el responder de forma diferente al esperado “bien”... Pero esta vez no fue interpelado y yo lo agradecí.
Durante algún tiempo, años atrás, ambos estuvimos enfangados en el arte de mentir pseudo-profesionalmente; todo muy serio, eso si... Él prosiguió estos años coordinando uno de tantos mundos del podía haber sido y no es. Yo me alejé de aquél “teatro”, en la creencia sincera de que otros “escenarios” y otros “papeles” aguardarían sin duda con mayor interés... Como responsable, su obligación era pedirnos cierta cuota de falsedad implícita, y sin embargo a mi siempre me pareció tan enfangado como los demás; dentro del engaño colectivo de otra estructura podrida. Tal vez por todo eso, y también por otras muchas cosas más, me dejó confuso y triste su actual situación de parado. Con su aspecto de hombre sencillo, bueno y prudente, esperaba incrédulo la decisión de los mentirosos de vocación y casi profesionales del asunto. Deseoso de la licitación que continuase el absurdo, permitiéndole seguir con su vida y la de su familia.
“Tengo el miedo metido en el cuerpo” se despidió.