18 de agosto de 2007

Envejecer

Desde hace tiempo me gusta fijarme en las personas mayores, ancianas o como mejor guste llamarlas. Ellos y ellas desvelan fácilmente secretos de lo que somos a través de lo que fuimos. Tres escenas se me han grabado recientemente:

La primera se sitúa este verano en una playa de San Sebastián. Mientras muchos descansábamos allí entre baños, paseos a la orilla del mar o tumbados al sol, una familia de esas multitudinarias con sombrilla, nevera y toda la parafernalia, tenía entre sus miembros a una abuela. La mujer era algo obesa, la costaba moverse y el calor la agobiaba a tenor de cómo buscaba la sombra de la sombrilla con su inseparable hamaca. No obstante, mientras el resto de la prole disfrutaba con quehaceres varios, ella estaba permanentemente al cuidado de la más pequeña; una simpática bebe de unos cuantos meses. Lejos de refunfuñar o quejarse de algo, la adorable abuelita se esforzó durante horas en que la sombra protegiese a la peque, hacerla cariñitos, distraerla con juegos, darle de comer. Todo con buen humor y maravillosa destreza…

En otra ocasión, estaba yo viendo y probando con curiosidad, las nuevas máquinas de gimnasia móviles que el Ayuntamiento ha montado junto a la playa urbana del río. Artilugios de ultima generación y que si el civismo colectivo lo permite, harán disfrutar de manera gratuita y al aire libre a muchas personas que se pasean por allí. Pues bien, mientras andaba yo haciendo remo, se acercó al lugar un abuelete con cara amigable. Cual fue mi sorpresa, cuando el intrépido anciano se subió a una de estas nuevas máquinas y de manera torpe al inicio, para demostrar maña después, se puso a hacer ejercicio mientras me miraba con una amplia y cómplice sonrisa…

La última escena ocurrió en un bazar oriental. Andaba yo fisgoneando no recuerdo bien qué, cuando me paré a escuchar la conversación que mantenía una mujer anciana con la dependienta del establecimiento. A decir verdad la oriental no la prestaba mucha atención, porque manipulaba algo concentrada y con la mirada hacia abajo. Era un marco con una foto, en la que pude ver la imagen a todo color y con brillo de unos recién casados. La mujer, con una forma de hablar atropellada y diciendo que los fotógrafos ahora hacían milagros, saco del bolso a su interlocutora la foto original más pequeña, con ese troquelado antiguo en su borde y en un tono sepia amarillento. Era ella el día de su boda 40 o 50 años más joven. Era ella quien buscaba a alguien con quien compartir su vida que tenía de nuevo el color de su recuerdo…

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Vaya, sí que se aprende de los mayores... Yo me acuerdo mucho de mis abuelas y de mi abuelo (del otro, no puedo acordarme, pues no lo conocí, pero como mi madre - a la que adoro - me ha hablado de él, también pienso en él con cariño). Es verdad que muchas veces nos referimos a este colectivo de forma despectiva por algunas actitudes, pero es como todo: hay "abuelos entrañables" y los "carcas". Habrá que vernos a muchos de nosotros cuando lleguemos (si llegamos) a envejecer.
;)

Anónimo dijo...

ayer estuve viendo un concierto de "Mayalde" grupo folk salmantino.Entre canción y canción, Eusebio pone de manifiesto la importancia de difundir nuestras raices.. El abuelo contando historias sentado en su banqueta-."Si quieres criarte gordillo y sano , la ropa de invierno usala en verano"..
No perdamos la esencia..

Helena..