
Entonces se acerco él. Con sus ropas sucias y roídas, rasgos de algún país del este y semblante de cansancio; de infinita y profunda tristeza. Portaba un cartel en el que pedía limosna en silencio. A distancia, sin querer incomodar demasiado. Con un paso esquivo por no detenerse demasiado ante otro no, otra indiferencia más en la mañana de un día que se adivinaba largo.
Y vosotros quisisteis darle lo peor y que tanto os sobra, como tantas otras cosas inútiles os pertenecen. No le mirasteis, pero vuestra sonrisa se convirtió a su paso en malévola; voluntariamente dañina. Incluso torno a carcajada socarrona cuando uno de los tres movió los labios, diciendo a saber que “ocurrente” desaire o “ingenioso” desprecio. Mientras aquel hombre seguía su caminar incierto…
Fuimos durante un tramo largo de la calle juntos. No se si de manera casual o siguiéndoos de manera inconsciente. El caso es que unos cientos de metros después, comenzó a sonar un ruido extraño. Vuestras luces de emergencia se encendieron, mientras os cruzabais torpemente de carril para parar a un lado. Por lo visto teníais una avería que sonaba francamente mal y en mi claxon iba un mensaje encriptado de “cuanto me alegro y ojalá que sea algo gordo, malas personas”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario