12 de marzo de 2008

Menuda historieta

Que mal trago, de verdad, aunque la cosa terminará con sonrisa. Como dice Reverte en algunos de sus artículos háganse cargo. Volvíamos de una plácida velada rural, con música folk en directo y agradable conversación un tanto introspectiva, cuando a altas horas de la gélida noche aparece en mitad del asfalto algo que se parecía a un corderillo. Y digo se parecía, porque mientras daba el volantazo para no atropellarlo no entendía bien que había visto. Unos metros después frenazo en la oscura cuneta, luces de emergencia, frontal en la cabeza y pasos nerviosos en dirección a lo que se movía. Increíblemente eso era; un desvalido borreguín sentado en la línea discontinua y ajeno a todos los peligros que le rodeaban. Parecía que estaba parido pocas horas antes por su aspecto sucio y la lana medio pegada al cuerpo, al tiempo que supuse que estaba sentado ahí porque el alquitrán le transmitía algo de calor en medio de la helada.

Como en cuanto me acerqué se puso a balar de manera desgarradora, era imposible no hacer nada, aunque lo complicado fue decidir qué. En principio iba con la simple idea de llevarlo al prado lindante con la carretera, pero al instante me di cuenta de que con la que caía, volvería por si mismo a la trampa de calor que era la calzada. Como no sabía que hacer, lo cogí con cuidado para meterlo en los asientos traseros del coche, y mientras caminaba con él tembloroso entre los brazos, pensé que lo mismo estaba herido, atropellado… Mi aturullamiento iba creciendo. Sin ninguna idea muy clara, volvimos para el pueblo desierto a esas horas de la madrugada, mientras el pobre bicho a trompicones balaba una y otra vez a nuestra espalda; daba una penilla tan pequeñín y asustado...

Ya en mitad de la aldea, vimos una zona con columpios cercada para los “peques”. Pensamos que ahí no estaría tan en peligro hasta que a la mañana siguiente lo viese alguien pero claro, fue ponerlo allí con el frío que pelaba, viéndole andar torpemente emitiendo ese sonido desesperado y atrayendo a los fornidos gatos merodeadores, que el cuajo lejos de aplacarse fue en claro aumento… Al darse cuenta de la situación, la buena gente con quien habíamos pasado la tarde decidió llevárselo a su taller. Allí estuvo protegido de las inclemencias del tiempo, tomó leche con un biberón artesanal y el tierno animal pasó la noche tan ricamente. En la mañana contactaron con los pastores de la zona, resultando que efectivamente una oveja del rebaño había parido ese día dos lechales mientras pastaba, siendo uno de ellos el extraviado protagonista de esta historia.

Menos mal que podré seguir contando ovejitas sin provocarme insomnio.

2 comentarios:

Elena dijo...

Jeje, menuda aventura! Menos mal que acabó bien la cosa :D

Anónimo dijo...

Casi me haces llorar, yo maté un pastor alemán hace dos años y todavia tengo el parachoques colgando del golpe, restos por todos los bajos, un trozo de oreja enganchado entre la suspensión, y esa imagen de cara de susto del pobre animal mirandome un segundo antes del atropello.
Bueno, me voy a comer.
Un saludo

Mira lo que he hecho.
http://lascosasquesoy.blogspot.com/