25 de julio de 2011

La Habana y aquellas primeras sensaciones.

Cuando aterrizas atardeciendo en el aeropuerto José Martí, uno presupone, por lo que ha leído antes, que llegará de noche a la Habana. Por lo general, mujeres vestidas de militar, son quienes tramitan el fatigoso proceso fronterizo; esto es, foto digital y sellado de visado en un rudimentario cubículo para abrirte una inquietante puertezuela mecanizada, médicos que firman papelillos con alguna insospechada conformidad, y finalmente el proceso aduanero que, de facto, es muy diferente si eres o no cubano. Increíblemente, nadie se percató de las dos grandes bolsas llenas de medicamentos que decidí transportar allí como ayuda, las cuales tuve que sacar in extremis de la maleta retractilada, para no meterme en problemas con sus normas, según se nos informó ya en el vuelo para mis nervios. Entre espera y espera de largas colas, me preguntaba por esa curiosa estética uniformada de aquellas féminas (que no parecían estar ahí por casualidad) luciendo de igual forma galones, minifalda verde militar y medias de extravagantes dibujos en sus piernas.

De entrada en la ciudad, una inquietante y extensa penumbra acompaña las calles de la gran capital. Entre edificios coloniales desvencijados y otros torreones de arquitectura sovietica, el espacio aparece por lo general bastante vacío, y una lúgubre sensación lo invade casi todo. Tras la llegada al hotel del que luego conocí su pasado mafioso, y el resoplido en la habitación que contenía las muchas horas de viaje acumuladas, la curiosidad me hizo bajar al filo de la media noche, para tomar un primer contacto en medio de la Habana Vieja.

Reconozco que mis primeros pasos fueron titubeantes y con algo de recelo en el cuerpo. Esa oscuridad descrita y el desconocido contexto que me rodeaba, hizo que los prejuicios asaltasen en mi cabeza. Así que llegó el momento de decir, bueno, esto va a ser así, por lo que simplemente dejate llevar y no te “acojones” de inicio. Entre varios “¿taxi señor? No gracias” me adentré en el Paseo de Prado, para ser agasajado con las primeras de las mil sonrisas que las hermosas, y demasiado jóvenes jineteras, me dedicarían a lo largo de los días en mi transitar por aquellas calles en solitario. Junto a ellas, el abordaje frecuente de dicharacheros y treintañeros mulatos, con su lamigoso comienzo de “Hello my friend; where do you come from?” -es gracioso que nunca me ubican bien en los diferentes países- Como sin darme cuenta, entre miradas entrecortadas y “soy español, solo quiero dar un paseo” mis primeros pasos me llevaron directamente al famoso Malecón. Salidas de no se sabe donde, un sin fin de personas se asientan en su largo muro; familias, grupos, adolescentes, enamorados... Es un ambiente tranquilo, humano, aunque para mi desconcertante. De igual manera y como un murmullo del oleaje, seguían chistándome desde el costado entre cómplices guiños y sigilosos “hola guapo” con acento caribeño. En ese escenario, todo tipo de estímulos viajaban por mi curiosidad observadora.

Así, las primeras horas finalizaron con un largo paseo a lo largo del viejo rompeolas, en compañía de un cubano ya maduro y con, entre otras cosas, ganas de conversación, que se disgustó por no querer irme a tomar unos rones con él, al cabo de casi una hora de charla caminada. El cansancio y mi desconfianza a su permanente “me entiendes”, hizo que declinase a adentrarme con su sonrisa entre las callejuelas anexas. Me acosté asumiendo que todo el que se acercase iba, de una u otra manera, a pedirme algo, que se iban a acercar continuamente ese y no otro tipo de autóctonos, y qué, así es, casi todo el mundo acabaría o empezaría por ofrecerme sexo con mujeres a cambio de dinero.

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